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La imagen de Hitler no deja de fascinar a los medios; el maná de esa imagen se mantiene imperturbable décadas después de su primera aparición. Y ese maná también procede, obviamente, del referido carácter cotidiano, privado y profano de la figura de Hitler.

Hitler, con todas sus histerias públicas, sus discursos interminables y opacos, sus ridículas maneras y gestos que parecían parodiarse a sí mismos, y junto a su confusa y autoconstruída concepción del mundo, parece un trozo de vida cotidiana, un trozo de profanidad social, llevada al contexto institucional como significante vacío.

Por cierto que Hitler se diferencia con ello de la figura,
mucho más convencional, completamente institucional,
e incluso burocráticamente cifrada de Stalin, con quien tan a menudo se le compara: por eso Stalin nunca pudo lograr el mismo maná mediático que Hitler.

Mientras Stalin continúa la estética de la vanguardia constructivista, planificadora, manipuladora, que actúa tras el escenario de los efectos indeterminados, Hitler pertenece a la estética posdadaísta de la escenificación total, en la cual el medio mismo se sube al escenario y grita.

La entera estética de los conciertos de rock
que impregnó tan profundamente la postguerra,
así como la histeria del público que le es intrínseca,
tienen en aquella escenificación su verdadero modelo.
 

















El sacerdote egipcio aún era creativo en el sentido clásico de la palabra; creía en la obra. Por eso estaba convencido de que había que hacer algo con su cuerpo para que éste pudiera convertirse en una momia verdadera, para lo cual el cuerpo, explícitamente, debía ser llevado, digamoslo así, a una forma de otro mundo.

La momia de un faraón egipcio no debía tener la apariencia que tenía el faraón en su vida cotidiana. La momia de Lenin, en cambio,
tiene la apariencia que tenía el Lenin vivo, cotidiano; en esto Stalin se manifiesta como un genio del arte moderno.

Como artista, Stalin pertenece a la misma serie que Duchamp y puede ser considerado cofundador del procedimiento
readymade. Su verdadero trabajo artístico es y será el monumento, el museo con la momia de Lenin como obra de arte.

Lenin es su trabajo, y en él, en este gesto
de exhibirlo sin modificar su apariencia externa
se manifiesta de igual condición que Duchamp.

Para ella no hay más allá, no hay una máscara romántica
en forma de un vampiro, de un zombi o de un fantasma.
Mediante su cotidianeidad radical, la momia de Lenin
proclama la eliminación de toda sospecha.

Lo que se afirma de esta manera es la indecibilidad

entre este y el otro mundo;
el hecho de que ninguno de nosotros sepa realmente
si sigue viviendo o si quizás ya ha muerto.

El límite entre vida y muerte es cuestionado radicalmente
mediante el procedimiento
readymade.

Pero la producción artística de Stalin no fue valorada correctamente por sus sucesores.
Duplicaron el
readymade y lo colocaron a él mismo como momia junto a Lenin.
Según la lógica de la colección, ningún museo puede aceptar
tal procedimiento artístico no innovador, repetitivo.
Por eso la momia de Stalin fue sacada con relativa prontitud del mausoleo e incinerada.

b.g.
 


Las sociedades animales y humanas establecen
diversos sistemas de diferenciación jerárquica,
que pueden basarse en el nacimiento (sistema aristocrático), la fortuna, la belleza, la fuerza física, la inteligencia, el talento...,

por otra parte, todos estos criterios
me parecen igualmente despreciables, y los rechazo; la única superioridad que reconozco
es la bondad.

En Occidente, la muerte de Dios fue el preludio
de un increíble folletín metafísico, que continúa en nuestros días. Cualquier historiador de las mentalidades sería capaz de reconstruir en detalle sus etapas; para resumir, digamos que el cristianismo consiguió dar ese golpe maestro de combinar la fe violenta en el individuo –en comparación con las epístolas de San Pablo, la cultura antigua en conjunto nos parece ahora extrañamente civilizada y triste– con la promesa de la participación eterna en el Ser absoluto.

Una vez desvanecido este sueño, hubo diversas tentativas
para prometerle al individuo un mínimo de ser;
para conciliar el sueño de ser que llevaba en su interior
con la omnipresencia obsesiva del devenir.

Todas estas tentativas han fracasado hasta el momento,
y la desdicha ha seguido extendiéndose.

La publicidad es la última tentativa hasta la fecha.
Aunque su objetivo es suscitar, provocar, ser el deseo,
sus métodos son, en el fondo, bastante semejantes
a los que caracterizaban a la antigua moral.

La publicidad instaura un superyó duro y terrorífico,
mucho más implacable que cualquier otro imperativo antes inventado,
que se pega a la piel del individuo y le repite sin parar:
«Tienes que desear. Tienes que ser deseable. Tienes que participar en la competición, en la lucha, en la vida del mundo. Si te detienes, dejas de existir. Si te quedas atrás, estás muerto.»

Al negar cualquier noción de eternidad,
al definirse a sí misma como proceso de renovación permanente,
la publicidad intenta hacer que el sujeto se volatilice,
se transforme en fantasma obediente del devenir.

Y se supone que esta participación epidérmica,
superficial, en la vida del mundo,
tiene que ocupar el lugar del deseo de ser.

La publicidad fracasa, las depresiones se multiplican, el desarraigo se acentúa;
sin embargo, la publicidad sigue construyendo las infraestructuras de recepción de sus mensajes.

Sigue perfeccionando medios de desplazamiento
para seres que no tienen ningún sitio adonde ir
porque no están cómodos en ninguna parte;
sigue desarrollando medios de comunicación
para seres que ya no tienen nada que decir;
sigue facilitando las posibilidades de interacción
entre seres que ya no tienen ganas
de entablar relación con nadie.
 
















En mayo de 1968, yo tenía diez años.
Jugaba a las canicas, leía Pifie Chien, la buena vida.

De los «sucesos del 68» sólo guardo un recuerdo, aunque bastante vivo.
En aquella época, mi primo Jean Pierre estaba en primero, en el liceo de Raincy.
El liceo me parecía un lugar enorme y espantoso donde los chicos mayores
se consagraban con todo su empeño al estudio de materias difíciles
para asegurarse un futuro profesional.

Un viernes, no sé por qué, fui con mi tía a esperar a mi primo a la salida de clase.
Ese mismo día, el liceo de Raincy había empezado una huelga indefinida.
El patio, donde yo esperaba encontrar cientos de adolescentes atareados, estaba desierto.
Algunos profesores daban vueltas sin rumbo entre las porterías de balonmano.
Recuerdo que, mientras mi tía intentaba conseguir alguna información,
yo deambulé unos largos minutos por aquel patio.
La paz era completa, el silencio absoluto.
Fue un momento maravilloso.

Algunos testigos más directos de los «sucesos del 68» me contaron
que fue un período maravilloso, que la gente se hablaba en la calle,
que todo parecía posible; lo creo.

Otros dicen, simplemente que los trenes dejaron de circular,
que no había gasolina; lo admito.

Veo un rasgo común en todos estos testimonios: durante unos días, mágicamente,
una máquina gigantesca y opresora dejó de funcionar.
Hubo una flotación, una incertidumbre; todo quedó en suspenso,
y cierta calma se extendió por el país.

Por supuesto, poco después la máquina social
volvió a girar aún más deprisa,
de un modo todavía más implacable.