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El espectro del ultrapostmodernismo, en el que todo puede ser replicado en masa, pero nada nuevo nunca será inventado.

Postmodernismo, que a su vez, tiene que ser entendido -como nos ha enseñado Jameson- como "la lógica del capitalismo tardío". La temporalidad postmoderna es capturada por la afirmación de Fukuyama del "fin de la historia". Esto es, no sólo la conclusión del proceso, sino también la causa final a la que siempre ha estado tendiendo.

La gran contribución de Jameson fue haber comprendido la manera en que, lejos de conducir a un florecimiento de la innovación cultural, el dominio sin precedentes del capitalismo sobre el mundo del inconsciente sólo conduciría a una situación cultural de niveles antes inconcebibles de estancamiento e inercia.

LeGuin lo describiera una vez como «disolución [de los edificios]. Se estaban quedando desleídos y poco firmes, como gelatina abandonada al sol. Las esquinas se derretían e iban cayendo por los laterales, dejando grandes y cremosas manchas».
 


Todos quieren expresarse
pero ¿quién es el espectador?
Guy Debord, el analista más lúcido de la cultura del espactáculo se suicidó.
El último espectador atento se suicidó.
Los afanes de proyectarse se sostienen en una hipótesis imaginaria:
que hay alguien ahí.




 


El cristianismo nunca previó triunfar. Ésa es su gran fuerza. Los primeros cristianos contemplaron incluso un fracaso muy rápido, de otro modo no habrían escrito el Apocalipsis ni creído firmemente en el fin del mundo. Los textos apocalípticos sinópticos son de una actualidad extraordinaria, hablan de una catástrofe inminente, pero precedida por un tiempo intermedio, de duración casi infinita, que alarga la llegada del día final.

Este apocalipsis no es verdaderamente terror porque lo verdaderamente terrible es la ausencia de sentido. Al fin y al cabo, para la mayoría de los seres humanos de nuestros tiempos, esta violencia está visiblemente en aumento en el mundo. Y en la medida en que esta violencia no tiene sentido es cada vez más terrible. Por eso el anuncio apocalíptico del cristianismo no es una amenaza, sino por el contrario la esperanza de la realización de la promesa cristiana: Cristo ve en el mundo cosas que el mundo no ve. «Cristo es ese Otro que viene y quien, en su misma vulnerabilidad, provoca el enloquecimiento del sistema. En las pequeñas sociedades arcaicas, ese Otro era el extranjero que trae consigo el desorden y que termina siendo siempre el chivo expiatorio. En el mundo cristiano es Cristo quien representa a todas las víctimas inocentes. ¿Entonces qué podrá constatar? Que los hombres se han vuelto locos y que la edad adulta de la humanidad, esa edad que él anunció por medio de la Cruz, ha fracasado.

El acto fundamental de la sociedad primitiva, que está en el origen de la nuestra, es la designación de una víctima, un chivo expiatorio, y el fomento de la ilusión de su culpabilidad con el fin de permitir la salida de toda clase de tensiones colectivas. A continuación, esta ilusión se convierte en fundadora de ritos, que la perpetúan en el tiempo y mantienen unas formas culturales que desembocan en instituciones. Constituye una empresa de pacificación por medio de una víctima que, cuando agrupa contra ella a todo un grupo, produce miméticamente un apaciguamiento, incluso una reconciliación. Por razones misteriosas, las sociedades han reproducido este gesto reconciliador bajo la forma de sacrificios o ritos sagrados, y esta repetición se ha convertido ella misma en una institución. Es el caso típico de la lapidación codificada por el Levítico. Es evidente que quien desencadena el asesinato colectivo tiene una responsabilidad más grande que los otros. Por eso el Levítico obligaba que dos testigos -los testigos de cargo- lanzaran las primeras piedras para que no testimoniaran en falso. El propósito de Jesucristo es trascender esa ley, lo que engendrará la puesta en cuestión del fenómeno victimario y, por lo tanto, sembrará el desorden entre el pueblo y provocará su propia ejecución.

Cristo retiró a los hombres sus muletas sacrificiales dejándoles así frente a una terrible elección: creer en la violencia o no creer ya más en ella. El cristianismo es la increencia. Tarde o temprano, o bien los hombres renunciarán a la violencia sin sacrificio, o bien harán estallar el planeta: estarán en estado de gracia o de pecado mortal. Se puede decir, por tanto, que si lo religioso inventó el sacrificio, el cristianismo lo anuló.

Esta destrucción llegará un día a partir del hecho del imperio creciente de la violencia, privada ya de su altar sacrificial, incapaz de hacer reinar el orden sino a través de más violencia: serán necesarias cada vez más víctimas para crear un orden cada vez más precario. Tal es el devenir enloquecido del mundo del que los cristianos llevan sobre sí la responsabilidad. Cristo habrá buscado hacer pasar a la humanidad al estado adulto, pero la humanidad habrá rechazado esta posibilidad.

r.g.
 


el arrastre mimético, en el estadio colectivo, es la culminación del deseo mimético que nace en el estadio individual. En la Biblia existe una concepción desconocida del deseo y los conflictos. Entre los diez mandamientos ("No matarás, no robarás", no cometerás adulterio, etc), el décimo contrasta con los precedentes: "No desearás la casa de tu prójimo, ni la mujer de tu prójimo, ni su siervo, ni su sierva, ni su buey, ni su asno, ni nada de cuanto le pertenece" (Éxodo, 20, 17). Este último mandamiento se pasa a menudo por alto, pero es extremadamente importante en la medida en que se dirige al más banal de los deseos, el más común y, en apariencia, el más anodino. Dado que ese deseo es el más común de todos, ¿qué ocurriría si, en lugar de ser prohibido, fuera tolerado e incluso alentado? La respuesta es evidente: la guerra sería perpetua en el seno de todos los grupos humanos. Se abriría la puerta a la famosa pesadilla de Hobbes, la lucha de todos contra todos. Por lo tanto, para atreverse a pensar que las prohibiciones culturales son inútiles, como repiten los demagogos de la modernidad, hay que adherirse al individualismo más desmedido, el que presupone la autonomía total de los individuos, es decir, la autonomía de sus deseos. Hay que pensar, dicho en otros términos, que los hombres se ven naturalmente inclinados a no desear los bienes del prójimo. Ahora bien, basta contemplar a dos niños o a dos adultos peleándose por una tontería para comprender que este postulado es falso y que es el postulado contrario, el único realista, el que subyace al décimo mandamiento. Se considera que el deseo es objetivo o subjetivo; pero, en realidad, reposa sobre otro que valoriza los objetos, el tercero más cercano, el prójimo. Para mantener la paz entre los hombres, hay que definir la prohibición en función de esta temible constatación: el prójimo es el modelo de nuestros deseos. Es lo que llamo el deseo mimético.
 


FJ: Las especulaciones de Adorno renuevan de manera inesperada sus lazos con las tradiciones utópicas más antiguas y más tenazmente arraigadas: abolir la propiedad privada. Pero ahora es la propiedad privada del yo la que debe abolirse.

¿No nos dejaría esta renuncia a la forma suprema de la propiedad privada en un estado irreconocible ya como humano? Es una consecuencia que Adorno estaba dispuesto a contemplar, como atestigua su ideal ético y sólo parcialmente irónico: "vivir como buenos animales". La utopía por lo tanto, el desvanecimiento del "instinto" de autopreservación, emergería como un estado en el que, como ocurre con los animales, se volviese concebible la vida en el puro presente: una vida privada de todos esos temores de supervivencia y de las ansiedades por el futuro, toda esa interminable lucha táctica y estratégica y esa preocupación que produce. Es una idea aterradora, hasta el punto de que plantea la otredad radical suprema y fomenta visiones del futuro lejano en las que habremos perdido casi todo lo que nos hace identificables como humanos ante nosotros mismos: una visión de una población de seres sensibles que se alimentan en el eterno presente de un jardín sin agresividad ni necesidad. En dicho futuro de hecho, nos habremos convertido en alienígenas en el sentido de la ciencia ficción.
 


fragmentos para una posteridad desintegrada















gratitud por la melancolía compartida.
hemos hablado de la vida como de un muerto.

cómo te has volatilizado, futuro!
 


los viajes empiezan a pegar muy mal,
Buzz Aldrin vuelve de la Luna y se entierra en una profunda depresión:

"¿adónde vas después de haber estado en la Luna?"


Charlie Duke describió el horror que sintió al darse cuenta de que su vida a partir de entonces no podía ser sino un largo y lento anticlímax: "todo aquel esfuerzo y creatividad, ¿para qué habían servido? ¿para el desarrollo del Teflón? ¿para tomar unas cuántas fotos?. En 1972 el espacio ya no le interesaba a nadie".

PV: integradas en la máquina militar contemporánea, las drogas retrotraen en cierto modo a la guerra primitiva. Atado a su máquina, encarcelado en los circuitos cerrados de la electrónica, el piloto de guerra no es más que una persona con una disminución motora que sufre temporalmente un tipo de posesión análoga a los estados alucinatorios de la guerra primitiva. en la siguiente escena, se halla metido ya de lleno. el viaje se halla ahora inscrito en silicio, en un chip del tamaño de un micropunto, una lengüeta de LSD... lleva a cabo su misión en un mundo simulado, saltando desiertos, volando a través de un paraíso bélico artificial"
 


1959 arquitectura de postguerra, la ciencia ficción todavía imaginaba futuros excitantes.
1979 post punk..., los prefijos empiezan a imponer su inevitabilidad vehiculizados por el neoliberalismo y el postmodernismo, la historia asume el loop.

el punk vino a decirnos que habíamos muerto, que el fascismo había ganado la guerra, que la bomba atómica ya había explotado, como zombies supervivientes sea nuestra hora de experimentar las estrategias de la descomposición, la pudrición (johnny rotten), la putrefacción, el horror.

el crecimiento de esta diáspora de apenas vivientes, a los que únicamente puede hacerse el reclamo que se le hace justamente a un agonizante: ¡¡despierta!!, confirma la imaginería de George Romero en El regreso de los muertos vivientes (1968) y El amanecer de los muertos (1978).
 


JPD: el buen especulador no es el que detecta antes que los demás las informaciones pertinentes que conciernen a los valores fundamentales del mercado. la especulación se convierte en términos de Keynes (1936), en "la actividad que consiste en prever la psicología del mercado". El buen especulador es aquel que "adivina mejor que la masa lo que lo masa va a hacer". De este modo, la economía, ciencia de lo racional, con mucha lógica, recurre a su compañera menor, la psicología de masas.

se trata de que cada uno escoja apoyándose en una referencia cuya naturaleza o cuyo valor depende de la elección de todos. esa circularidad desemboca en una radical incapacidad de decisión. Como bien ve Keynes, el problema no es que cada uno adivine las preferencias de los demás, puesto que todos saben que los demás saben a su vez que ese no es el problema. Resulta así una especularidad potencialmente ilimitada que no determina nada porque está desprovista de cualquier referencia objetiva. Keynes nos introduce en una situación "carente de equilibrio": sin referencias comunes para coordinar las acciones, los jugadores se pierden en los espejos que les tienden los demás. La especularidad aquí gira en el vacío, no conecta con nada.

"ahora siento que la depresion podría atraparme, y puede estar vinculada no a relaciones personales o situaciones exteriores sino a una bajada de intensidad en la situación colectiva".


JB: prefiero la perspectiva del vanishing point, donde en última instancia las reglas del juego del arte -el arte como juego con una regla, incluyendo su propia reflexividad- en un momento dado se deshacen, y mas allá no se sabe lo que pasa. Yo prefiero esta perspectiva, la de un vanishing point más allá del cual ya nada es bello ni feo.

"le temo al aislamiento que se da en la sobreexposición; a perder la sombra por volvernos tranparentes"

es una especie de exigencia de ir a ver hasta la catastrofe, no conformarse con una especie de crisis, de fase crítica del arte. porque la fase crítica, el arte lo ha soportado, lo ha vivido y en cierta forma lo ha absorbido, ha absorbido la crítica. Pero yo prefiero ver que ocurre con la catástrofe, no en el sentido apocalíptico sino el sentido de una forma catastrófica: reversibilidad, turbulencia, recurrencia, en fin, qué ocurre a partir de que el astro A explota y ya no quedan asteroides que dan vueltas. para eso hay una buena parábola, es una frase de Canetti sobre el fin de la historia. Dice: es posible que en cierto momento todo el género humano se haya pasado más allá de alguna línea, más allá de la cual ya nada es verdadero o falso. Sin darnos cuenta, pasamos más allá de la historia y entramos en un campo donde ya no conocemos las reglas.

ya no hay causalidad, lo que hay es un enredo de conexiones.

no hubo acontecimiento de importancia que cambiara las cosas, sólo se agotaron las posibilidades.

¿por qué se nos rehusa el hecho de revelar una intoxicación estética así como puede existir una intoxocación política o mediática?