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Paramos a un coche para que nos lleve un poco más allá de la marcha. Entramos a un café barato, dejamos los instrumentos, pedimos huevos fritos con patatas y nos sentamos junto a la estufa intentando secarnos un poco. Me quito un zapato y un calcetín. Antes de quitarme el otro llega uno de los organizadores y dice que la marcha se acerca y que con este tiempo se necesita un poco de música. Dave Aspinwall coge su trombón, yo mi corneta y Mick Wright el banjo y nos colocamos en la acera, bajo la puñetera lluvia. La columna se acerca, gris, a través de la lluvia gris. Tocamos Didn`t he ramble, y lo tocamos una y otra vez, y el labio de Dave está sangrando, y las chicas sacan los huevos y las patatas en unos platos y los ponen en el suelo junto a mi pié descalzo y la lluvia forma dibujos de burbujas en el aceite y nosotros tocamos Didn`t he ramble y la columna desaparece, y eso con la lluvia en las patatas, con un zapato sí y otro no y las chicas trayendo comida y Dave y Mick y yo tocando Didn`t he ramble, bueno, ése fue unos de los momentos buenos, uno de los mejores momentos, ya me entiendes...

Un programa de la BBC de esta época terminaba con el comentario de quizás los manifestantes de Aldermaston eran las únicas personas que quedaban vivas. Sin dudas, eran los únicos que intentaban desesperadamente redescubrir y reinstaurar las virtudes morales tradicionales del honor y la abnegación que habían sido olvidadas en Hiroshima, y los jóvenes intentaban entre ellos convertir su romanticismo de izquierdas en una realidad respetable.

A pesar de las 100.000 personas de la última marcha, la CND (Comité contra el Desarme Nuclear) con sus banjos, sus pancartas y sus buenas intenciones tenía un peso muy pequeño contra un deseo de muerte tan extendido y tan profundamente arraigado. Incluso hubo un momento en que se sintieron avergonzados de sus propios seguidores, los extremistas sin lavar. Si la CND creció gracias al entusiasmo contagioso del grupo beatnik, también creció bajo los auspicios de gentes con una mentalidad comparativamente cómoda, que no habían alcanzado la madurez con la seguridad de la inseguridad retorciéndoles las tripas, que no habían visto el vacío en el lugar que solía ocupar el futuro. Eran squares, squares trabajadores y llenos de buenas intenciones, que se refugiaban en la mentira del progreso socialista. Para ellos, la campaña, lejos de ser un grito de emergencia, era un paso más en la lucha por el socialismo.

En el momento cumbre del poder númerico de la CND, los miembros del comité llevaron suavemente la organización a la protesta no sólo contra la bomba, sino contra el hambre, las pensiones de ancianos, la conservación de la vida salvaje y al conjunto de las peticiones socialistas. De esta forma destruyeron la universidad de la organización, donde los conservadores marcharon con comunistas, católicos con anarquistas, por una visión grosera que les impedía distinguir la humanidad, que es una especie biológica, amenazada en su evolución, del socialismo, que es un punto de vista, un compromismo político. Con el mismo puritanismo llevado aún más lejos, prohibieron los sombreros ridículos en la marcha y alquilaron orquestas profesionales en lugar de los grupos anárquicos de banjos y trompetas.

Salimos de Trafalgar Square hasta Grosvenor Square y allí nos sentamos en la calle. Hubo algún altercado ruidoso con la policía. Ahora estamos en un bar, tomándonos dos cervezas entre cinco. Todos menos yo son muy jóvenes. Son jóvenes cínicos. No fue fácil ascender de la desesperación y probar la moral antigua. Son chicos cínicos, sofisticados. No fue fácil escribir montones de sobres color marrón, rapartirlos de puerta en puerta, sistemáticamente, todo el año pasado. Nos sentamos en el bar y el crepúsculo cae sobre sus caras. Han sacrificado mucho, han salido de la concha protectora de su aislamiento. Han caminado durante tres días arriesgándose a ser detenidos. Los han ignorado de nuevo, los han desairado. En la semioscuridad del bar veo como el odio por el mundo organizado se les va metiendo en la carne como un veneno.

jeff nuttall
, bomb culture, 1968, pp. 53-57