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Por mucho que los autores posmodernos pongan en cuestión el progreso científico, éste es innegablemente real. Lo ilusorio es creer que puede lograr una modificación fundamental de la condición humana. En ética y en política los avances no son acumulativos: lo que se ha ganado en algún momento puede también perderse en otro (que es lo que, con el tiempo, acaba ocurriendo con casi total seguridad).

La historia no es una espiral ascendente de progreso humano,
ni siquiera un avance muy lento, centímetro a centímetro, hacia un mundo mejor. Es un ciclo interminable en el que el conocimiento cambiante interactúa con unas necesidades humanas invariables.

El núcleo central en la idea de progreso es la creencia
en que la vida humana mejora a medida que aumenta el conocimiento. El error no radica en pensar que la vida humana puede mejorar, sino en imaginar que la mejora puede llegar a ser acumulativa.

Muchos pensadores ilustrados admitieron la posibilidad de que el avance científico se hiciera más lento o se detuviese en algún momento —como ya había ocurrido en períodos anteriores de la historia— y de que, en ese caso, se estancase también el progreso social. Pero creían que, mientras la ciencia prosiguiera su avance, la vida humana mejoraría. Quizás esa mejora no iba a ser rápida o constante, pero sí «incremental», de manera que cada avance se fundamentase sobre el anterior, como ocurre con el crecimiento del conocimiento en la ciencia. Lo que ninguno de los pensadores de la Ilustración imaginó (ni han logrado tampoco percibir sus sucesores actuales) es que la vida humana puede volverse más salvaje e irracional incluso al tiempo que se aceleran los avances científicos.

El conocimiento humano crece, pero el animal humano sigue siendo más o menos el mismo.

La lección que debemos aprender del siglo
que acaba de con­cluir es que los seres humanos no emplean el poder de la ciencia para construir un mundo nuevo, sino para reproducir el antiguo (aunque, a veces, eso sí, de formas novedosamente espantosas). Esto no hace más que confirmar una verdad ya conocida en el pasado, pero prohibida hoy en día: el saber no nos hace libres.