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La imagen de Hitler no deja de fascinar a los medios; el maná de esa imagen se mantiene imperturbable décadas después de su primera aparición. Y ese maná también procede, obviamente, del referido carácter cotidiano, privado y profano de la figura de Hitler.

Hitler, con todas sus histerias públicas, sus discursos interminables y opacos, sus ridículas maneras y gestos que parecían parodiarse a sí mismos, y junto a su confusa y autoconstruída concepción del mundo, parece un trozo de vida cotidiana, un trozo de profanidad social, llevada al contexto institucional como significante vacío.

Por cierto que Hitler se diferencia con ello de la figura,
mucho más convencional, completamente institucional,
e incluso burocráticamente cifrada de Stalin, con quien tan a menudo se le compara: por eso Stalin nunca pudo lograr el mismo maná mediático que Hitler.

Mientras Stalin continúa la estética de la vanguardia constructivista, planificadora, manipuladora, que actúa tras el escenario de los efectos indeterminados, Hitler pertenece a la estética posdadaísta de la escenificación total, en la cual el medio mismo se sube al escenario y grita.

La entera estética de los conciertos de rock
que impregnó tan profundamente la postguerra,
así como la histeria del público que le es intrínseca,
tienen en aquella escenificación su verdadero modelo.