.

.

















En mayo de 1968, yo tenía diez años.
Jugaba a las canicas, leía Pifie Chien, la buena vida.

De los «sucesos del 68» sólo guardo un recuerdo, aunque bastante vivo.
En aquella época, mi primo Jean Pierre estaba en primero, en el liceo de Raincy.
El liceo me parecía un lugar enorme y espantoso donde los chicos mayores
se consagraban con todo su empeño al estudio de materias difíciles
para asegurarse un futuro profesional.

Un viernes, no sé por qué, fui con mi tía a esperar a mi primo a la salida de clase.
Ese mismo día, el liceo de Raincy había empezado una huelga indefinida.
El patio, donde yo esperaba encontrar cientos de adolescentes atareados, estaba desierto.
Algunos profesores daban vueltas sin rumbo entre las porterías de balonmano.
Recuerdo que, mientras mi tía intentaba conseguir alguna información,
yo deambulé unos largos minutos por aquel patio.
La paz era completa, el silencio absoluto.
Fue un momento maravilloso.

Algunos testigos más directos de los «sucesos del 68» me contaron
que fue un período maravilloso, que la gente se hablaba en la calle,
que todo parecía posible; lo creo.

Otros dicen, simplemente que los trenes dejaron de circular,
que no había gasolina; lo admito.

Veo un rasgo común en todos estos testimonios: durante unos días, mágicamente,
una máquina gigantesca y opresora dejó de funcionar.
Hubo una flotación, una incertidumbre; todo quedó en suspenso,
y cierta calma se extendió por el país.

Por supuesto, poco después la máquina social
volvió a girar aún más deprisa,
de un modo todavía más implacable.