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Las sociedades animales y humanas establecen
diversos sistemas de diferenciación jerárquica,
que pueden basarse en el nacimiento (sistema aristocrático), la fortuna, la belleza, la fuerza física, la inteligencia, el talento...,

por otra parte, todos estos criterios
me parecen igualmente despreciables, y los rechazo; la única superioridad que reconozco
es la bondad.

En Occidente, la muerte de Dios fue el preludio
de un increíble folletín metafísico, que continúa en nuestros días. Cualquier historiador de las mentalidades sería capaz de reconstruir en detalle sus etapas; para resumir, digamos que el cristianismo consiguió dar ese golpe maestro de combinar la fe violenta en el individuo –en comparación con las epístolas de San Pablo, la cultura antigua en conjunto nos parece ahora extrañamente civilizada y triste– con la promesa de la participación eterna en el Ser absoluto.

Una vez desvanecido este sueño, hubo diversas tentativas
para prometerle al individuo un mínimo de ser;
para conciliar el sueño de ser que llevaba en su interior
con la omnipresencia obsesiva del devenir.

Todas estas tentativas han fracasado hasta el momento,
y la desdicha ha seguido extendiéndose.

La publicidad es la última tentativa hasta la fecha.
Aunque su objetivo es suscitar, provocar, ser el deseo,
sus métodos son, en el fondo, bastante semejantes
a los que caracterizaban a la antigua moral.

La publicidad instaura un superyó duro y terrorífico,
mucho más implacable que cualquier otro imperativo antes inventado,
que se pega a la piel del individuo y le repite sin parar:
«Tienes que desear. Tienes que ser deseable. Tienes que participar en la competición, en la lucha, en la vida del mundo. Si te detienes, dejas de existir. Si te quedas atrás, estás muerto.»

Al negar cualquier noción de eternidad,
al definirse a sí misma como proceso de renovación permanente,
la publicidad intenta hacer que el sujeto se volatilice,
se transforme en fantasma obediente del devenir.

Y se supone que esta participación epidérmica,
superficial, en la vida del mundo,
tiene que ocupar el lugar del deseo de ser.

La publicidad fracasa, las depresiones se multiplican, el desarraigo se acentúa;
sin embargo, la publicidad sigue construyendo las infraestructuras de recepción de sus mensajes.

Sigue perfeccionando medios de desplazamiento
para seres que no tienen ningún sitio adonde ir
porque no están cómodos en ninguna parte;
sigue desarrollando medios de comunicación
para seres que ya no tienen nada que decir;
sigue facilitando las posibilidades de interacción
entre seres que ya no tienen ganas
de entablar relación con nadie.